El reloj de arena
Hasta hace poco, había que enseñar al actor shakesperiano las reglas del verso -las diez sílabas, las posibles divisiones en cinco más cinco, las pausas al final de cada verso, etcétera- antes de hacerle entrar en contacto con la fuente de inspiración del escritor y, más aún, con la forma, la estructura y el ritmo del propio pensamiento. Pues el verdadero pensamiento contiene una música en su discurrir.
Shakespeare, en la ferviente urgencia por hallar palabras para el tumulto informe contenido en su interior, nunca contó del uno al diez. Era una parte intrínseca de su conciencia y, por ello, en su escritura madura, cuando la presión del sentimiento era más fuerte que la corrección, quebrantó sus propias reglas.
Cuandoe escribió para Lear "Nunca... nunca... nunca... nunca... nunca...", ¿se percataría de -y le sirve de algo al actors saber- que estas cinco palabras forman un pentámetro perfecto? Si el actor prestase atención al ritmo, el resultado sería inexpresivo y sin vida. Cuando las decía un gran actor como Paul Scofield, la música era distinta en todas y cada una de las representaciones. No podía ser de otro modo. Scofield no estaba pensando: "¿Cómo puedo renovar esta parte esta noche? ¿Cómo la digo de manera diferente? No tenía alternativa. Llegaba a este instante del quinto acto con toda una intensa sucesión de acontecimientos palpitando en su interior. Entonces las palabras surgían forsozamente con los meros ritmos procedentes de la experiencia de aquella tarde. Por ello, el ensayo, escuchar a los otros, acercarse cada vez más al compañero, la improvisación y, por último, la presencia de un público, son, todas ellas herramientas para agudizar la sensibilidad innata del actor. Es método sin método.
PETER BROOK
La calidad de la misericordia
La Pajarita de Papel ediciones